Tu recuerdo es mi consciencia

Tu partida fue una noticia inesperada, al menos ese día en particular. Hace mucho que no sentía ese revoltijo insoportable en el estómago: un agujero negro absorbía toda mi energía. Mi corazón latía, lo sé, pero en ese preciso momento no lo sentí, enterré mis latidos en lo más profundo de mis venas y arterias. Mi cuerpo ahora funcionaba en modo automático, parecía que respondía a simples reflejos.

Si no lloré en ese momento fue para evitar la humillación, no estaba dispuesta a someterme al escrutinio público de caras curiosas que en sus adentros se preguntaban por qué alguien en un día tan soleado y fresco ha de derramar tantas lágrimas.

cropped-el-espejo.jpg

Imagen: Escena de la película «El Espejo» de Andréi Tarkovski

En soledad sí te lloré. La soledad, mi gran amiga: en sus brazos sollocé pues ella no me juzga. Es solo en sus entrañas en donde no hay existencia, no hay divinidad ni mortalidad alguna. La nada es el todo a tu lado, soledad.

Los días pasan mientras yo repaso días en mi cabeza. Tu recuerdo persiste. Sos como la consciencia que en tiempos desesperados reaparece. Me decís que no tenga miedo, que nací para brillar, para hacerme notar. Afirmás que el mundo es mío, y yo sonrío.

Te creo por unas cuantas horas. Me siento invencible hasta el momento en que el espejo de la realidad aparece de nuevo y me obliga a bajar. Lenta y dolorosamente mis manos y mis pies se dedican a descender de esa montaña de brasas. En medio de tanta miseria solamente deseo llegar al suelo con lo poco de cordura que me queda.

Diario Urbano: McDonald’s en la Madrugada

Siempre buscamos un lugar en donde terminar de morir. No nos preocupamos por que el lugar esté repleto de gente: en las madrugadas pocos somos los que andamos buscando cómo saciar el hambre o los antojos. Al menos esa es la excusa… Quizá solamente buscamos otro lugar al que escapar para poder hablar tranquilamente de nuestras decepciones, de nuestros éxitos y de nuestras muy breves pasiones juveniles.

Un día antes quedamos: fiesta en mi casa. Invitamos a nuestros amigos más cercanos y a aquellos que únicamente vemos en cuestiones que involucren diversión y bebidas; un simple encuentro social, esos amigos fiesteros.

La llegada es a las 7:30, todos empiezan a aparecer poco a poco. Entre abrazos, risas, bromas y maldiciones de buen y mal gusto nos vamos poniendo al día; nos vamos contando cómo caminamos y corremos en los laberintos que son nuestras vidas. Un semidesconocido hace una broma sobre cómo el futuro es tan incierto, de cómo fracasaremos y deberíamos renunciar a nuestros estudios y trabajos; todos ríen pero en el fondo tenemos ese miedo, sabemos que hay algo de verdad. Pero no estamos ahí para recordarlo, no. Queremos olvidar, beber y disfrutar de la juventud; reírnos y llorar por nada.

Ya son las 8:00, el hambre hace de las suyas. Nadie se decide qué comer: ¿Pizza, hamburguesas, tacos? Pizza, más sencillo y barato: debemos guardar el dinero restante para el agua bendita. Hablo por teléfono, pido una pizza gigante y esperamos; esta vez no solamente entre risas y bromas, sino también con la música a un volumen estrepitoso. Se alegra aún más el ambiente y todos estamos animadísimos.

Son las 8:30 y ya llegó el repartidor de pizza. Pagamos y listo: todos se lanzan salvajemente a la comida. Ahora el siguiente paso: ir al supermercado. Todos se quedan en la casa mientras cuatro personas minuciosamente selectas se dirigen al auto y se embarcan en la misión de comprar el alcohol. En cuestión de pocos minutos yacen en el lugar: vodka, ron, cerveza… ahhh, no puede faltar el tequila, sería inaceptable. Llevamos unos limones y otros ingredientes fundamentales.

Ya son las 9:15, el estómago está satisfecho y es hora de satisfacer al espíritu. Pido un cubalibre al bartender designado popularmente por los presentes. «Yo también quiero uno», dice una amiga rubia. «En realidad, Cuba no es tan libre», digo bromeando una vez me han entregado la bebida. «No te pongás a filosofar ahorita», me dice riendo mi amiga rubia. Y nos carcajeamos por nada.

Seguimos bebiendo, todos estamos conscientes de nuestra existencia. Decidimos hacer unos cuántos juegos, ¡y diablos, nuestro equipo pierde! ¿Cuál es la penitencia? Tomar vodka puro… No es lo mío pero ahí voy.

11391310_763536620429822_6917028958196155913_n

Ilustración por Sara Andreasson

Se hacen las 11:00, algunos empiezan a retirarse. Mientras tanto, mantenemos conversaciones más íntimas, de a dos. Charlo con mi amiga que lleva puestos unos brazaletes dorados sobre música, sobre trivialidades sin trascendencia y terminamos hablando de amores fallidos. «Estamos muy jóvenes —me dice— para preocuparnos por esas cosas». Concuerdo con ella pero en el fondo ambas sabemos que es una frase de consuelo; pero repito: venimos a divertirnos y a olvidar.

Es medianoche, siguen las conversaciones íntimas, algunos siguen bebiendo. El bartender mantiene una conversación animada con la chica de zapatos rojos. No logro escuchar de qué hablan ni me interesa. Me río a morir con mi amiga de brazaletes dorados por todo y nada a la vez. No se ha terminado el encuentro cuando algunos empiezan a planear la próxima fiesta: ¿en una casa, en un club, un bar…? ¿A cuál, a qué horas, cuándo?

Planificamos, tanteamos las posibles fechas pero no quedamos en nada. La espontaneidad ha sido siempre nuestra más grande y fiel aliada, lo dejaremos así.

Ya es de madrugada. Hemos quedado 5 sobrevivientes, estamos en la hora de las confesiones (¿son las 2:00 a.m. o las 3:00 a.m., tal vez?). Mi amiga de brazaletes dorados le cuenta al chico del gorro por qué y cómo terminó con su novio —quien es un amigo de todos a la vez, ausente por obvias razones—, su versión de la historia. Escuchamos tranquilamente e intervenimos de vez en cuando. La verdad es que sí, estamos muy jóvenes para esas cosas pero aún así nos duele.

No sé la hora pero tengo hambre y unas ganas horribles de salir, respirar otro aire. «Vamos al McDonald’s un rato», propongo. «Vamos», dicen los 4 sobrevivientes. El bartender no para de hablar, de reírse. Es por el agua bendita, ella hace milagros. Vamos tranquilamente en el auto, de madrugada no hay casi nadie.

Llegamos al lugar, ordenamos. Vamos hacia la mesa. El bartender no para de hablar mientras que, con su mano derecha, mueve de un lado al otro su café; jura que llamará a su amor platónico y le confesará sus sentimientos. Nosotros reímos ante esa posibilidad pero le confiscamos el celular por si las dudas. ¡Y rayos! Derrama el café por toda la mesa. Nos carcajeamos ante la sorpresa, tratamos de limpiar pero decidimos cambiarnos de mesa. Da igual. No hay nadie más.

Seguimos hablando, terminamos de morir en ese McDonald’s. Se nos olvida que ya es el siguiente día, el sol se acerca y dentro de poco volveremos a la cotidianidad. Mientras tanto nos seguimos ahogando en nuestras risas porque, por el momento, nos concedemos el privilegio de que nada nos importe.